27 de septiembre de 2017

YouTube y el fin de las élites musicales

Los jóvenes de hoy está muy lejos de la posición económica que, a su misma edad, disfrutaban sus padres. Es uno de los mensajes que, de manera insistente, se viene repitiendo en los últimos años, como una de las secuelas de la magna crisis económica y financiera internacional iniciada en 2007. Un claro síntoma, se arguye, de la paralización e incluso inversión del proceso de avance en las condiciones de vida que había venido caracterizando hasta ahora la senda de la humanidad. ¿Se trata de un axioma irrefutable, de la consolidación de unas fuerzas incontenibles? La cuestión es de gran interés y merece sin duda la dedicación de esfuerzos de investigación académica. Sin adentrarnos en ella, es evidente que hay jóvenes y jóvenes, y padres y padres. Carezco de información acerca de la posición económica que, cuando eran treintañeros, tenían los padres del joven Mark Zuckerberg, por citar algún caso, desde luego muy especial pero no único, de un avispado representante de la generación juvenil actual. De nuevo, como en otras entradas de este blog, acecha el largo brazo de la regla de la excepción que no confirma la regla…

La Gran Recesión ha acarreado enormes dificultades para cohortes de jóvenes y menos jóvenes, y es cierto que para muchos de ellos el nivel de vida alcanzable autónomamente es, en sentido estricto, inferior al que sus progenitores habían sido capaces de alcanzar a una edad comparable (quizás no totalmente homogénea, si se aprecia alguna diferencia en la esperanza de vida). Sin embargo, lo anterior no debe ser óbice para reconocer que esos mismos jóvenes en una situación personal más precaria disfrutan de una serie de ventajas, producto de la globalización económica, de la revolución de las nuevas tecnologías, del abaratamiento de los medios de transporte o de la ampliación de los servicios públicos, entre otros aspectos, que no existían cuando sus ancestros eran adolescentes.

Por supuesto, sigue habiendo muchas diferencias en las formas de acceso a los diferentes bienes y servicios que conforman la cesta de consumo de una familia. Los contrastes entre los niveles de renta, riqueza y consumo son extraordinarios, en algunos casos descomunales. Cuestión distinta, pero no independiente, es si el nivel absoluto de los que se encuentran en las posiciones más bajas se ha elevado o no.

A pesar de tales divergencias en las posiciones personales, de manera un tanto paradójica, las nuevas tecnologías, y los proyectos empresariales que han surgido en torno a ellas, posibilitan que algunos privilegios reservados hasta hace poco a las élites estén también al alcance de cualquiera. Los conciertos de música clásica constituyen un caso paradigmático. Asistir a las grandes salas donde actúan las orquestas más prestigiadas era prácticamente una quimera para personas con recursos económicos limitados y/o dificultades para emprender largos y costosos viajes. Nadie va a discutir que hay muchas diferencias entre asistir a un espectáculo en vivo y verlo en un vídeo, pero tener la posibilidad de “asistir” a un concierto a la carta, a la hora y en el lugar elegido, es un tesoro con el que no podían soñar los padres ni los abuelos de los coetáneos de Zuckerberg. 

En mi caso, la primera vez que oí la novena sinfonía de Beethoven fue en un magnetofón cedido temporalmente. La grabación procedía del Teatro Real, lo cual por aquel entonces me dejó muy impresionado, pero la audición estaba codirigida por los circunstanciales atascos de la cinta, que imponían pausas no previstas en la partitura original.

De manera rezagada, los modestos avances tecnológicos, de incorporación tardía, fueron haciendo algo más fácil la experiencia melómana, hasta llegar a poder disfrutar de la inmensa discoteca en streaming que ofrecen los nuevos operadores globales. No recuerdo que antaño ningún Julio Verne pronosticara semejante capacidad de oferta y de demanda. ¿En cuánto ha variado el bienestar de un amante de la música desde la peliaguda cinta del magnetofón al universo en expansión de Spotify? 

No es fácil resumirlo en una cifra fría. Como tampoco lo es encontrar palabras para expresar el valor del privilegio que ofrece YouTube para asistir a las mejores salas de concierto, para vivir de cerca la interpretación de las sinfonías predilectas. Sin tener que pagar ningún canon, sin tener que respetar ninguna etiqueta, las imágenes te adentran en la sala, te acercan al director, te familiarizan con los intérpretes, te muestran la belleza de los instrumentos, te sorprenden con su gama de sonidos, te transmiten las entradas de coro, el ritmo, la armonía y la cadencia de la orquesta, te hacen partícipe de momentos sublimes, irrepetibles, una y mil veces, te irradian de esa emoción indescriptible que emana de la conjunción del talento, la maestría y el virtuosismo y, por encima, de todo, del sentimiento derrochado.

Les élites siguen existiendo y también los eventos culturales orientados a sus cultivados miembros, pero las nuevas tecnologías han venido a introducir algunos elementos de democratización, a desmantelar barreras y a aumentar la “contestabilidad” de los mercados selectos, en los que se desdibuja el sello de la exclusividad. Cerca de cincuenta años después, sigo acordándome del magnetofón y de la cinta grabada con la música del genio germano. En su momento me fueron de gran utilidad. Hoy también lo son, para apreciar cómo, al menos en algunos aspectos, ha mejorado la vida.

El movimiento pendular del canon digital

Impuestos, tasas, contribuciones especiales, tarifas, aranceles, arbitrios, gravámenes, cánones, exacciones, cotizaciones… Desde tiempo inmemorial, el erario público ha tratado de nutrir sus arcas mediante el recurso a las más diversas fuentes. Las denominaciones aquí recogidas no son más que las expresiones genéricas de las principales categorías de ingresos públicos coactivos que se aplican en la actualidad.

Desde hace algunos años, al hilo de la extensión de las nuevas tecnologías, parecen brotar nuevas exacciones. Entre estas, el canon digital ha logrado abrirse un hueco. ¿Es el canon digital un tributo más, una nueva forma de imposición que nace de la voracidad del Estado para aprovechar las oportunidades que brindan las nuevas transacciones económicas? ¿Se trata, más bien, de una exigencia de los creadores y artistas, de un reconocimiento de sus derechos? ¿Tiene, en el fondo, alguna justificación legal o económica?

Lo que sí parece, de entrada, es que nos encontramos ante un tema pendular, que después de haber completado un movimiento en un sentido retorna al punto de partida, sin que sepamos cuánto tiempo podrá contrarrestar, manteniéndose en la nueva posición, esa fuerza oscilante, que, supuestamente, merced a la nueva regulación, queda desactivada.

Antes de entrar a considerar su naturaleza, conviene recordar que el establecimiento del denominado popularmente canon digital encuentra su origen en la regulación de la propiedad intelectual, que prevé la compensación equitativa por copia privada en favor de los autores e intérpretes de una serie de obras reproducibles mediante aparatos o dispositivos electrónicos.

La Ley de Propiedad Intelectual contempla el derecho patrimonial de reproducción que legitima a su titular a autorizar o prohibir la producción de copias de su obra. Sin embargo, este derecho tiene una serie de límites, entre ellos el derecho a la copia privada, para el que, como contrapartida, se introduce la compensación aquí comentada.

En virtud del Real Decreto-ley 12/2017, de 3 de julio, se viene a sustituir el modelo de compensación financiada con cargo a una partida de los Presupuestos Generales del Estado por un pago de un determinado importe a satisfacer por los fabricantes y distribuidores de equipos, aparatos y soportes de reproducción.  Se trata de un esquema similar al que estuvo vigente con  anterioridad y que en su día abordamos en un artículo (“El canon digital: ¿canonización o condenación?”, La Opinión de Málaga, 17 de marzo de 2010).

Tras estos prolegómenos, es hora de responder a algunas de las preguntas que pueden suscitarse:

- ¿Es el canon digital un impuesto? No lo es, ya que un rasgo consustancial a un impuesto, como a todo tributo, es que quien tiene derecho a percibirlo es una Administración pública. Los sujetos acreedores de la compensación equitativa por copia privada (canon digital) son los autores e intérpretes, de manera conjunta.

- ¿Pero guarda alguna equivalencia con un impuesto? En buena medida, sí. En lugar del canon digital, podría establecerse un impuesto especial sobre los aparatos reproductores, cuya recaudación podría destinarse a las entidades que gestionan los derechos de autor.

- Si no se trata de un tributo, ¿significa esto que es un ingreso de carácter voluntario? En absoluto; existe la obligación de efectuar el pago por parte de los sujetos deudores, básicamente los fabricantes y distribuidores comerciales de equipos, aparatos y soportes de reproducción.

- ¿Quién soporta, entonces, la carga del canon digital? Formalmente, los adquirentes de los aparatos y dispositivos, en cuyo precio se incluirá el importe correspondiente. El proceso es similar al que se da con la aplicación de cualquier impuesto indirecto sobre las ventas, como puede ser el caso del IVA. Quien soporta la carga, desde un punto de vista legal, es el comprador de los bienes y servicios. Ahora bien, la carga efectivamente soportada, es decir, en términos económicos, dependerá de si los vendedores logran incrementar el precio de los productos en la cuantía completa de la compensación. Si no es así, los vendedores soportarán una parte de la carga.

- ¿Es justo que haya que pagar un importe sobre la base de una presunción? Podría, efectivamente, cuestionarse ese carácter. Quien no pretenda realizar ninguna copia de una obra para uso privado habrá pagado el canon de manera injustificada. Ante la imposibilidad de verificar o no la realización de tales copias, la ley opta por la simplificación y asocia el pago a la posibilidad de que se lleven a cabo. Dicho de otra manera, con dicho pago se genera el derecho a ese tipo de copias.

- ¿Podría suprimirse el canon digital y sustituirse por impuestos generales? Era, de hecho, el sistema que se venía aplicando recientemente, y que se ha visto cuestionado por pronunciamientos judiciales europeos y nacionales. El canon digital, que tiene algunos rasgos similares a los de una tasa, garantiza que el pago se efectúe por quienes realicen o puedan realizar copias privadas (y, en su caso, como se ha señalado, los empresarios que se vean afectados), en lugar de distribuir el coste entre los contribuyentes en general.

26 de septiembre de 2017

La economía colaborativa: la sociedad ante un nuevo paradigma económico

En marzo de 2011, la revista Time incluía la economía colaborativa como una de las diez ideas que cambiarían el mundo. Frente a la idea asentada de la “sociedad de la propiedad”, el uso compartido de bienes y servicios se abría paso como una opción prometedora, después de que la sociedad de la propiedad no había impregnado a Estados Unidos de la vitalidad que proclamaba el presidente George W. Bush, sino que más bien, según el análisis del redactor del artículo, lo había empujado casi a la ruina (Walsh, 2011).

Cualquier aproximación al fenómeno de la denominada economía colaborativa tropieza con un importante escollo, la inexistencia de una definición clara y, como consecuencia de lo anterior, la falta de una acotación adecuada de su ámbito objetivo. La variada colección de nombres que nos encontramos (economía compartida, sharing economy, gig economy, economía bajo demanda, economía del procomún, capitalismo basado en las masas, economía de plataformas, economía de los pares, economía del alquiler…) no viene sino a confirmar los inciertos confines en los que hemos de movernos cuando nos adentramos en la consideración de las nuevas formas de organizar la producción, la distribución y el consumo que, de manera continua, se están extendiendo dentro de la actividad económica.

En su intento de definir la sharing economy, Sundararajan (2016, págs. 26-27) recurre a cinco características:
i) Se basa en la creación de mercados para el intercambio de bienes y la prestación de nuevos servicios.
ii) Abre nuevas oportunidades para un mejor aprovechamiento de la capacidad de los recursos.
iii) Se basa en redes de masas en vez de en instituciones centralizadas o jerarquías.
iv) Difumina las líneas de separación entre lo personal y lo profesional.
v) Suaviza las líneas divisorias entre el trabajo a tiempo completo y el trabajo esporádico, entre el trabajo dependiente y el autónomo, entre el trabajo y el ocio.

No obstante, después de una exposición tan descriptiva de los elementos definitorios, Sundararajan (2016, pág. 27) declara no ser consciente de ningún consenso acerca de la definición de la economía compartida. Incluso no faltan puntos de vista que cuestionan los rasgos de compartición y de colaboración: “Hay plataformas que ni facilitan la compartición ni la colaboración: son un puñado de compañías que tratan de hacer dinero creando y controlando mercados para nuestro trabajo y nuestras cosas” (O’Connor, 2016).

En un informe difundido por Sharing España y Adigital (Rodríguez Marín, 2016, pág. 8) se reconoce que “alcanzar definiciones de economía colaborativa, bajo demanda y de acceso que satisfagan a todos los actores participantes de las mismas puede suponer un esfuerzo ímprobo que, debido a la velocidad a la que aparecen nuevos e innovadores modelos cada día, haría que la fijación de una definición que pretendiera encorsetar el encaje de estos modelos e iniciativas resultara insuficiente… resulta complejo alcanzar una definición que tenga en cuenta modelos tan heterogéneos como los que se dan dentro de la economía colaborativa”. Dicho informe (pág. 9) se decanta por diferenciar los tres siguientes ámbitos: economía colaborativa, economía bajo demanda y economía de acceso.

No acaba ahí la tipología. El Comité de las Regiones Europeo (2016) se hace eco de dos importantes categorías y de cuatro modalidades diferentes de economía colaborativa.

Leer artículo completo

24 de septiembre de 2017

Las claves de la prosperidad según E. S. Phelps

Las obras literarias del siglo XIX son una fuente primordial para el conocimiento de la realidad socioeconómica en ese período, que estuvo sujeto a grandes cambios. De hecho, los tratados económicos más influyentes en la actualidad apelan a las descripciones contenidas en algunas de las novelas más significativas, muy proclives a dejar constancia de datos ilustrativos. Dichas obras también han contribuido a forjar nuestra percepción acerca de las condiciones de vida en la fase de despegue del capitalismo industrial. Las creaciones de Charles Dickens han jugado un papel especialmente destacado en ese sentido.

En mi caso, en particular Oliver Twist es un libro icónico que moldeó mi visión del mundo y estimuló los sentimientos de aversión hacia la iniquidad. Al cabo de los años, parte de ese esquema mental forjado en la infancia, si no derrumbado, sí se ha visto desafiado por las reconstrucciones estadísticas y las nuevas interpretaciones sobre la evolución de las condiciones sociales en aquella época. 

Así ocurre al leer la obra “Una prosperidad inaudita” de Edmund S. Phelps, quien cuestiona la extendida creencia de que el siglo XIX fue una especie de economía infernal, al tiempo que rebate la idea de que hubiese un aumento de la desigualdad, apuntando como fuente de error  la confusión de los datos manejados por Marx. Según el Premio Nobel de Economía de 2006, la economía moderna trajo consigo un rápido crecimiento y, gracias a su incesante creación de nuevos conocimientos económicos, cambió radicalmente las condiciones materiales de vida. 

Se trata de una obra a contracorriente: no solo no ataca al capitalismo, sino que defiende su papel, teniendo buen cuidado en identificar lo que es verdaderamente ese sistema. Aunque habitualmente se habla de capitalismo, en la realidad nos encontramos, según Phelps, con un sistema regido por el poder político, de carácter corporativista.

La pretensión de este autor es ofrecer una nueva perspectiva acerca de la verdadera naturaleza de la prosperidad de las naciones. Acota el período histórico de la prosperidad en el intervalo que va desde 1820 hasta 1960.  El progreso no surge de manera espontánea, sino que necesita un caldo de cultivo integrado por instituciones, actitudes y creencias, que son la fuente del dinamismo de las economías modernas.

Para Phelps, la seña de identidad básica del verdadero capitalismo es que los capitalistas son independientes, no actúan coordinados y compiten entre sí. A este sistema se contrapone el corporativismo, en el que el sector empresarial está sometido a cierto tipo de control político. El elemento distintivo de la economía moderna radica en su carácter de imaginarium, que no resulta posible “en aquellas economías en las que las personas no están motivadas ni animadas para innovar. El combustible que alimenta el funcionamiento de este sistema es una mezcla de motivaciones pecuniarias y no pecuniarias. Una economía moderna da rienda suelta a la creatividad y a la imaginación, pero también consigue ponerlas al servicio del saber experto de los emprendedores, del criterio de los financieros y de la iniciativa de los usuarios públicos”.

Respecto al socialismo, resalta el deterioro de la eficiencia económica, puesto de manifiesto por la escuela austríaca, así como la realidad de los experimentos socialistas, de los que reseña la imposición de unas rígidas igualdades. A fin de analizar la denominada tercera vía, entre el capitalismo y el socialismo, Phelps parte de contraponer la situación de las sociedades de la Europa medieval, en la que las clases estaban insertas en un sistema de protección mutua, con el capitalismo moderno, que no ofrecía un pacto social similar. 

Esta protección social se incorpora en la segunda década del siglo XX en la doctrina del corporativismo, caracterizado por mantener el sector privado bajo el control público. En este contexto, la lectura del Manifiesto Fascista de 1919, con sus referencias a la tributación del capital, la participación de los trabajadores en las empresas o la legislación sobre el salario mínimo, podría dar pie hoy día a no pocas confusiones ideológicas. La gran pregunta que nos plantea Phelps es si el régimen corporativista, que ha ido adaptándose a lo largo del tiempo, ha afectado al dinamismo de la economía. Su respuesta es que ha representado un freno para la innovación y un lastre para la productividad y el empleo.

Frente a una serie de relatos utilizados para explicar el declive tras los años sesenta, Phelps apela a un relato alternativo, centrado en las deficiencias en el sistema operativo institucional-cultural, tales como la contraposición de los intereses de los gestores y los accionistas, la superación del afán de innovación por el de riqueza, el auge de la cultura de “creerse con derecho”, la disminución del tiempo dedicado a pensar en el entorno de las redes sociales o los inconvenientes del teletrabajo al frenar la interacción. Reclama la atención acerca de una cuestión bastante llamativa: los ingresos que los estadounidenses perciben hoy día provenientes de la denominada “riqueza social” son comparables con la renta que obtienen de su riqueza privada, de manera que “el sistema de bienestar social en Estados Unidos es en realidad un coloso de consideración”. 

Phelps efectúa una defensa de la economía capitalista moderna para maximizar la posición de las personas peor situadas y señala lo siguiente: “quienes critican el capitalismo moderno tienden a argumentar que las economías capitalistas modernas son injustas en comparación con algún otro sistema económico que ellos imaginan, pero que no se ha construido todavía”. Puede ser cierto que otros sistemas, como el socialismo utópico, no se han construido, pero sí existe una aleccionadora experiencia con el socialismo real.

En fin, según el economista norteamericano, “la actual crisis de Occidente puede atribuirse perfectamente a la insuficiente conciencia entre sus líderes de la importancia del dinamismo. Debemos reintroducir las ideas principales del pensamiento moderno, como el individualismo y el vitalismo, en los niveles de la educación secundaria y superior tanto para realimentar el dinamismo de base en la economía como para preservar lo moderno en sí”. 

(Artículo publicado en el diario "Sur" con fecha 23 de septiembre de 2017)

20 de septiembre de 2017

No cabe el perdón para la amnistía fiscal

No lo ha habido al menos para la popularmente conocida como la amnistía fiscal del Ministro Montoro, medida puesta en marcha en el año 2012 y que, según opiniones cualificadas, no responde al prototipo de tal tipo de amnistía. 

La reforma fiscal de la democracia se estrenó, en el año 1977, con una batería de medidas urgentes, entre las que se incluía la posibilidad de regularización voluntaria de las obligaciones fiscales correspondientes al año 1976, sin ningún tipo de recargo o sanción. Se introducía también la figura del delito fiscal. 

Quizás muchas personas pudiesen pensar que se trataba de una buena medida para que los defraudadores confesaran sus pecados (algunos) e hicieran acto de contrición, ante la oportunidad de poner el contador a cero. Al fin y al cabo, atrás quedaba una larga etapa dictatorial, que, supuestamente, permitía esgrimir el argumento de que la falta de legitimación democrática justificaba escurrir el bulto tributario. Una vez que se construyera el nuevo Estado democrático y se levantara un sistema fiscal moderno respaldado por los representantes de la voluntad popular, ya no tendrían cabida, ni excusa alguna, incívicas conductas como las asociadas al fraude fiscal y a la evasión de impuestos. Si, entonces, alguien albergaba este tipo de expectativas, cuarenta años después puede añadir con propiedad, en su currículum, su condición de utópico.

¿Tiene sentido que, periódicamente, se ofrezcan oportunidades de regularización voluntaria a los defraudadores fiscales? El sentido común dicta que la mera expectativa de que puedan adoptarse medidas de esa naturaleza es totalmente contraproducente, toda vez que crea un estímulo para que algunas personas puedan verse inclinadas a eludir sus obligaciones impositivas a la espera de un salvoconducto que llegará en algún momento. Es una opción arriesgada, pero la aversión al riesgo no es la misma para todo el mundo. Además, de adoptarse, constituyen un auténtico varapalo para los contribuyentes cumplidores, aunque no es menos cierto que estos han disfrutado de la tranquilidad derivada del cumplimiento de sus obligaciones.

Pues bien, en el año 2012 se puso en marcha, por tercera vez en la etapa democrática iniciada en 1977, un procedimiento primado para la normalización de la situación fiscal. El Real Decreto-ley 12/2012, que contenía diversas medidas para la reducción del déficit público, incorporaba la denominada “declaración tributaria especial”. Mediante esta disposición se abría la puerta a que los contribuyentes del IRPF y del Impuesto sobre Sociedades que fuesen titulares de bienes o derechos que no se correspondiesen con las rentas declaradas presentaran una declaración, e ingresasen la cuantía resultante de aplicar el 10% sobre el importe o valor de adquisición de los referidos bienes o derechos.

Esta medida fue objeto de un recurso inconstitucionalidad, resuelto por el Tribunal Constitucional mediante sentencia de fecha 8 de junio de 2017. No se trata aquí de hacer un análisis jurídico sobre esta importante sentencia; los ha habido muchos y muy cualificados. Tan solo, de realizar algunas consideraciones y reflexiones al respecto.

El alto tribunal aborda en su sentencia trascendentales cuestiones de forma y de fondo. Respecto a las primeras, cabe destacar la utilización de un instrumento jurídico inapropiado, como es el Decreto-ley, para regular elementos sustantivos de la obligación tributaria. A pesar de la preceptiva convalidación por el Parlamento, se entiende que su utilización, en lugar de una norma con rango de ley, conculca el principio de legalidad consagrado en el texto constitucional. En relación con este punto no puede dejar de manifestarse cierta sorpresa por el hecho de que una institución como el Parlamento, con independencia de quien ejerza las responsabilidades del ejecutivo, no adopte sus acuerdos, como el de convalidación de un Decreto-ley, con plenas garantías de legitimidad procedimental.

Pero aún más relevante es el pronunciamiento del Tribunal Constitucional acerca del fondo de la cuestión, cuando pone en entredicho “la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos”, así como la legitimación como una opción válida de “la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir”.

Difícilmente puede discreparse de esa línea argumental, impecable en su planteamiento. Eso no impide, sin embargo, poner encima de la mesa algunas consideraciones:

- En el razonamiento expuesto, al igual que en la corriente de opinión pública que, con razón, rechaza las muestras de claudicación del poder fiscal, subyace una confrontación un tanto idealizada, la que se da entre las condiciones de la regularización fiscal ofertada y el cumplimiento estricto de las obligaciones fiscales. Ojalá fuera este último el término de comparación, pero en la práctica puede ser una nula tributación, con la posibilidad de que se complete el período de prescripción sin que se hayan iniciado actuaciones inspectoras.

- Por otro lado, si hacemos abstracción de las cargas fiscales anteriores y consideramos la tributación de los bienes y derechos objeto de nueva declaración, la aplicación de un tipo del 10% sobre su valor equivale a la implementación de una leva del capital nada desdeñable, teniendo en cuenta que dicho tipo recaería sobre un saldo patrimonial.

- En el párrafo transcrito de la sentencia se habla de “aquellos que cumplieron voluntariamente”. Asimismo, Jean Tirole, en su obra “La economía del bien común”, hace alusión a un mundo ideal caracterizado por el cumplimiento voluntario de las obligaciones fiscales. ¿Podemos hablar de un comportamiento realmente voluntario cuando el incumplimiento está sujeto a una serie de sanciones administrativas e incluso penales? ¿Cabe hablar de voluntariedad ante una relación asimétrica como es la que, en el ámbito fiscal, se da entre el Estado y el individuo? Para hablar de una auténtica voluntariedad nos tendríamos que situar en la esfera de la “fiscalidad voluntaria” planteada por Peter Sloterdijk, que abordamos en un artículo publicado en el número 17 de la revista eXtoikos.

En cualquier caso, el posicionamiento del Tribunal Constitucional parece erradicar cualquier tentación para poner en marcha nuevos procesos de regularizaciones fiscales voluntarias en el futuro. Descartar esa eventualidad tiene en sí un valor importante para la moral fiscal de los contribuyentes y, asimismo, para los incumplidores, que, si actúan según el modelo estándar de la maximización de la utilidad esperada, confrontando los beneficios y los costes de no declarar, han de saber que estos últimos no van a atenuarse próximamente. Antes al contrario, lo que es preciso es que la curva representativa de estos costes se empine más como consecuencia de que aumente la probabilidad efectiva de detección del fraude.

14 de septiembre de 2017

La austeridad ha muerto. Larga vida a la austeridad

A mediados de junio de este año, el diario Financial Times publicada un artículo justamente con este título. Ya de por sí resultaba un tanto raro encontrarse con semejante mensaje en dicho medio, rodeado de una fama de liberal, pero en el que predomina una defensa de las políticas keynesianas. Aún mas extraño era que el artículo estuviera firmado por Martin Wolf, comentarista económico jefe, erigido en auténtico azote de las denominadas políticas de austeridad presupuestaria a lo largo de los últimos años.

Si todos los artículo escritos por Martin Wolf son interesantes, en el referido concurría además el atractivo de constatar un posible enigmático viraje programático. Por eso merece la pena detenerse en su contenido.

Parte Wolf de recordar que la sociedad inglesa está cansada de la austeridad, lo que en parte puede explicar el ascenso electoral del Partido Laborista con Jeremy Corbyn a la cabeza, quien había efectuado generosas promesas de ampliación de los programas de gasto público y del déficit presupuestario. Las políticas aplicadas desde 2010 han permitido reducir el déficit público del Reino Unido desde el 9,2% al 2,5% del PIB, a través esencialmente de ajustes en la vertiente del gasto público. Indiscutiblemente, una política contractiva, de reducción del impulso fiscal, aunque pueda ser bastante más discutible utilizar la etiqueta de la austeridad mientras se genera un déficit en las cuentas públicas.

Posteriormente, Wolf llega a afirmar que “tiene sentido incurrir en un déficit aún más pequeño cuando la deuda es alta y la economía está cercana al pleno empleo. El objetivo sería buscar un seguro frente a cualquier perturbación que pueda sobrevenir, reduciendo la ratio de la deuda”.

En su opinión, la elevación del nivel de gasto público puede ser una opción legítima y viable, pero el mayor gasto debe ser de alta calidad y estar financiado por una imposición efectiva y eficiente. Subraya que es necesaria la honestidad: “el país puede elegir aumentar el gasto. Pero, si desea tener una política fiscal adecuada, esto significará impuestos sustancialmente más altos. Los laboristas han roto el tabú sobre esto último. Pero de manera deshonesta ha sugerido que un aumento sustancial del gasto puede ser financiado únicamente a expensas de los ricos y los corruptos. Pero incluso los impuestos sobre las sociedades no recaen solo, ni incluso principalmente, sobre los ricos”.

Toda una declaración de principios, haciendo un uso del realismo presupuestario y fiscal, que puede ser de gran utilidad para la discusión sobre la política presupuestaria en otros entornos.

10 de septiembre de 2017

Los triunfadores sí saben decir no

En una de sus últimas comparecencias regulares en el diario Financial Times, la con razón afamada columnista Lucy Kellaway aborda el arte del saber decir no. Tras una reflexión personal, concluye que declinar una serie de actuaciones no placenteras o que conllevan un esfuerzo injustificado, además de hacerla más feliz, la sitúa dentro de las pautas imperantes entre la gente exitosa, entre los triunfadores.

Aunque no se trate precisamente de la invención de la pólvora, la postura de decir no ha pasado de ser un atributo intrínseco, un rasgo inherente a las personalidades de postín y/o ungidas para el éxito, a adquirir el estatus de culto, a convertirse en un signo de distinción y en un motivo de celebración. 

Una especie de nouvelle vague del no, por activa y por pasiva, se ha abierto paso entre los predicadores de libretos consagrados al éxito y los afiliados a esa corriente, que se prestan gustosos a no apartarse del nuevo ideario. Grabado está en los recetarios más lustrosos del coaching.

Algún tiempo atrás, un tal Baltasar Gracián (que hizo méritos sobrados para haber llegado a ser head coach) recomendaba que “No todo se ha de conceder, ni a todos… más se estima el no de algunos que el de otros”.

En el blog de la Harvard Business Review -ahí es nada- diversos titulados en la especialidad nos muestran los efectos negativos que tiene el decir a cosas de escaso valor y nos instruyen en ocurrentes prácticas para ayudarnos a decir no. Quizás muchos se lamenten de que semejantes facilidades no existieran asaz tiempo atrás; tal vez sus vidas se habrían regido por otro guion más productivo o placentero. Como señalaba en la introducción de “Caleidoscopio en blanco y negro”, hace años enmarqué el texto de la célebre lamentación de Robinson Crusoe (“Ahora compruebo, aunque demasiado tarde, la locura de comenzar una obra…”).

Según Kellaway, la diferencia básica entre el y el no estriba en que el primero es fácil y el segundo difícil. Recomienda no dar nunca razones (para el no), ya que estas pueden ser contrarrestadas y acabar en una capitulación. Por eso, lo mejor es no dudar y disparar rápidamente un no rotundo, sin margen para la revisión. Como corolario sugiere que jamás escudemos la negativa en el hecho de estar muy ocupados. Esto no impresionará a nadie y puede ser tomado como una prueba palpable de que no hemos desarrollado adecuadas competencias para eludir compromisos. No obstante, Gracián mantenía que “El no y el son breves de decir, y piden mucho pensar”.

Mimetizada en los anaqueles de la biblioteca de mi despacho, como un elemento decorativo más, la reflexión del célebre náufrago ciertamente no me ha sido de gran ayuda a lo largo de los años. Ahora es casi inevitable preguntarse cómo habría sido el devenir de los eventos personales en caso de haber dado el no como respuesta ante algunas disyuntivas cruciales. Pero hacer una reconstrucción hipotética puede ser un ejercicio de entretenimiento bastante estéril. Nunca podremos saber cuál habría sido el curso alternativo de nuestra vida ni, en consecuencia, cómo se compararía con la trayectoria real, que, como canta Serrat, no admite enmienda retrospectiva (“Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”), aunque, a diferencia de lo que él piensa, no está tan claro que esté exenta de la tristeza.

6 de septiembre de 2017

¿Aparcar los aparcamientos?

Sobran coches y escasean las plazas de aparcamiento en las ciudades. ¿Qué política municipal debería seguirse: ampliar la oferta de tales plazas o, por el contrario, restringirlas y encarecerlas?

Según cuentan, algunos académicos estadounidenses galardonados con el Premio Nobel confesaban que, en el fondo, el otorgamiento de una plaza de aparcamiento en su universidad era la prebenda más apreciada ligada a tan alta distinción. En horas punta, un lugar para estacionar el vehículo se convierte en un tesoro sumamente apreciado; su ausencia transforma un eficaz y controlable medio de locomoción -en el supuesto de que no haya congestión de tráfico- en un auténtico estorbo.

En un número del pasado de abril, la revista The Economist dedica un interesante, y a veces un tanto complejo, análisis a la política de aparcamientos, bajo un título de por sí bastante expresivo: “Aparkalypse now”, reflejo de la posición beligerante que sostiene contra las políticas de fomento del parking. Frente a la apariencia de la inocuidad, la multiplicación de los espacios dedicados a aparcamientos, especialmente si no se gestionan adecuadamente, puede acarrear una serie de consecuencias negativas, entre ellas la contaminación del aire.

De entrada, el informe se hace eco de estudios que ponen de relieve que una gran parte del tráfico en la ciudad proviene de conductores a la búsqueda de un estacionamiento. Este componente llega, en la ciudad alemana de Friburgo, a la sorprendente cifra del 74% de los vehículos.

El autor o los autores del análisis, en la línea del anonimato que caracteriza a la influyente publicación británica, cuestionan la política de requerimiento de un número mínimo de plazas de garaje por edificio construido. A tal efecto se argumenta que ni a las compañías suministradoras de agua o de electricidad se les obliga a ofertar todo el agua o toda la energía que se demandaría si fueran gratuitas.

La dotación de plazas de aparcamiento conlleva importantes costes que acaban afectando a usuarios y no usuarios de vehículos, e implica un desaprovechamiento de recursos que podrían destinarse a otros usos más productivos. Por ello abogan por detener el incremento de la oferta de plazas, así como poner fin a su reserva en favor de propietarios residentes. En su lugar, propugnan el cobro de precios de manera generalizada hasta lograr un equilibrio entre la demanda y la oferta disponible. Por otro lado, la existencia de espacios para el aparcamiento de vehículos gratuitos o de bajo coste frena la introducción de nuevos modos de transporte de carácter colaborativo.

No, no se desprende un panorama demasiado halagüeño para el uso individualizado del automóvil según el modelo tradicional, al menos en el ámbito urbano. En definitiva, la tesis adoptada podría resumirse en el sentido de que la oferta de plazas de aparcamiento crea e incrementa su propia demanda. El establecimiento de trabas se concibe como vía para atemperar esta última. El problema es, no obstante, alterar las pautas de comportamiento que responden a políticas del pasado con fuertes restricciones y cuya inercia es difícil de quebrar sin alternativas eficaces.

1 de septiembre de 2017

La desertización llega al sistema bancario

Al calor de la burbuja crediticia e inmobiliaria las oficinas bancarias se multiplicaban como hongos. En ciudades y pueblos se producía el desembarco de sucursales de las más variadas entidades, grandes, medianas o pequeñas, autóctonas o foráneas, globales o locales. Los jugosos márgenes de un negocio floreciente, sustentado en una demanda y una oferta de crédito liberadas de límites, con una tasa de morosidad inapreciable, daban para mucho, para seguir manteniendo la expansión, abriendo nuevas oficinas y contratando más personal. Era algo que se veía bastante normal, sin que se  vislumbraran signos evidentes de riesgos de insostenibilidad. Hasta los textos de los convenios colectivos acogían alegremente los compromisos de creación de empleo. Era una época gloriosa para los oferentes y para los demandantes de servicios financieros. El sistema bancario español exhibía con orgullo su condición de líder en densidad bancaria, medida en número de oficinas por habitante, dentro del continente europeo.

Sin que se hubiese tomado conciencia oportunamente, en realidad, el extraordinario despliegue del sector bancario, no solo en España, también en otros países, tenía lugar sobre una base inestable, sobre un suelo de arenas movedizas ocultas tras un sutil camuflaje. Hasta que su convincente disfraz dejó al descubierto su cruda verdadera fisonomía. Así, tras una fase de estupefacción, de desorientación y de confusión, la sensación de parálisis se adueñó del curso de los acontecimientos. Sin tiempo de bajar el telón, sin conceder una mínima tregua, sin tiempo de llamar a los tramoyistas, el escenario se vio radicalmente alterado. La apariencia de esplendor, de abundancia y de colorido daba paso a un cuadro dantesco, relatado y descrito por una pléyade de cronistas.

Muchas han sido las consecuencias una vez que se produjo el estallido de la burbuja. Algunas, un tanto soterradas en los estados financieros, tardaron un tiempo en hacerse perceptibles; otras, por el contrario, se hicieron visibles desde un primer momento y, con la fuerza de retroceso de un péndulo que había llegado demasiado lejos, activaron el repliegue de redes y plantillas. 

El fenómeno de la exclusión financiera, prácticamente inexistente en España, parecía emerger en el horizonte como una amenaza latente. Además, a la inexorable tendencia de ajustar la oferta instalada a los ingresos netos generados en el negocio típico de la intermediación bancaria, completamente mermado, venía a unirse un factor de progreso como es la transformación de la forma de prestación de los servicios financieros y de los medios de pago al amparo de las nuevas tecnologías. Las oficinas presenciales tradicionales eran cada vez menos sostenibles económicamente y menos necesarias tecnológicamente. 

Para muchos analistas, su supervivencia, incluso en ausencia del detonante de la crisis, es un misterio. Pero, para misterio, el de la relación de amor y de odio protagonizada por los establecimientos bancarios. Demonizados como culpables en exclusiva de una crisis de consecuencias económicas y sociales terribles, cabría suponer que su retirada fuera una causa de celebración. Lejos de ser así, la clausura de puntos físicos de venta en municipios pequeños o en barrios específicos es objeto de lamentación y de repulsa. 

Desafortunadamente, las actuaciones desaforadas de apertura de sucursales fueron decisiones descoordinadas como también lo son las de su cierre, sin que nadie incluya en su función objetivo los efectos de desatención de determinadas zonas geográficas o segmentos poblacionales. Quizás a eso se referían en el fondo los expertos que profesan la cultura de “encontrar nichos de mercado”. 

Y, siguiendo con temas luctuosos, no puede decirse que el inesperado entierro de las cajas de ahorros, y con ello el de su centenaria filosofía, hayan sido de gran ayuda en el fortalecimiento de la inclusión en el mundo rural, reto, en cualquier caso, cada vez más complicado a tenor de las tendencias descritas y de la evolución demográfica y empresarial.

Un nuevo concepto ha surgido en el argot financiero, el de los “desiertos bancarios”, definidos en Estados Unidos, según la Reserva Federal, como aquellas áreas poblacionales que distan al menos dieciséis kilómetros de una oficina bancaria. Según pone de relieve The Economist, en su edición de 29 de julio de 2017, la pérdida de oficinas bancarias tiene algunas preocupantes repercusiones menos evidentes: el crédito a las pequeñas nuevas empresas tiende a disminuir un 13% en el área de influencia.

En España, el sector bancario ha disminuido sus niveles de ocupación y sus redes de oficinas en torno a una tercera parte, si bien es cierto que desde los máximos alcanzados al final de la etapa de expansión, aunque sin saber cuánto tiempo podrán resistir en un entorno de tipos de interés ultrarreducidos y con la pujante competencia de potentes canales alternativos. 

Los desiertos bancarios existen también en España, aunque, a fin de calibrar adecuadamente la situación, sería preciso ajustar su definición en función del tamaño poblacional que se deba tomar como referencia en una estructura municipal sumamente fragmentada y dispersa. Ahora bien, la desertización bancaria, de extenderse, sería otro elemento más de desertización del territorio, de despoblación y de retroceso del ámbito rural.

Entradas más vistas del Blog